jueves, 17 de noviembre de 2011

Sin _______ no hay paraíso






Abrió los ojos y la luz le lastimó, era como si despertara  de una de aquellas veces en las que descanso nos parece eterno. El cielo era claro, estaba fresco y pudo sentir el pasto picándole sus brazos desnudos, la humedad del rocío matutino le parecía como si estuviera comenzando algo... nuevo. Se incorporó y sintió un alivio que hacía mucho no tenía. No estaba segura de lo que había hecho el día anterior e intentaba recordarlo pero por más esfuerzo que hacía nada venía a su mente. Decidió caminar un poco por aquel prado, tal vez así recordaría qué hacía allí.

La situación era extraña, tanto como para angustiarla, pero ella no podía ya sentir eso. Claro que no, pues ahora estaba en el paraíso, y no era nada parecido a lo que se hubiera imaginado: las calles no eran de oro y no estaba asentada en nubes, no lo rodeaba ninguna bruma mística y tampoco escuchaba los dichosos coros angélicos que tanto el padre había sermoneado, tampoco fluía leche y miel (que en cierta forma hubiera sido demasiado pegajoso y desagradable "¡quién pensaría en esa bobada!" pensó). No, aquello era una cosa distinta a lo que le contaron.

Después de un rato de marcha alcanzó a distinguir una mancha a lo lejos y conforme iba acercándose intentaba adivinar qué era, hasta que poco a poco fue tomando la forma de una puerta. Estando a un metro de ella se dio cuenta que no estaba parada en medio de la nada: una pared de espejo la rodeaba hasta lo que parecía el infinito. Se asomó a un lado y por fin vio su cara, y decidió verse de cuerpo entero (recordó entonces lo mucho que le gustaba verse en el espejo antes de salir de casa) para comprobar que seguía siendo ella. Un vestido rojo con lunares blancos, ceñido a su cintura, de amplio vuelo y que le llegaba apenas debajo de las rodillas era todo lo que tenía puesto. Hizo una mueca interrogativa ("¿no se supone que debería estar vestida de blanco?") y se percató que las arrugas recién descubiertas el año pasado seguían allí.

No, no, no... todo eso no cuadraba. Todo era igual: las pecas sobre sus hombros, la cicatriz en el índice izquierdo, el callo que le habían dejado las zapatillas de su trabajo, incluso las maldi... incluso las estrías en sus piernas (se supone que no debía maldecir en el paraíso, no señor). Cruzó un brazo y se llevó una mano a la barbilla en actitud de quien está desconcertado, pero no lo estaba.

Dirigió la mirada al picaporte y la curiosidad la impulsó a girarlo, se quedó en esa posición algunos segundos, tiró al fin de la puerta y...

...

... no escapó ningún resplandor celestial ni encontró ninguna estancia terriblemente oscura, tampoco se desparramaron vapores por el suelo y mucho menos "escuchó" un silencio fantasmal (eso solo existía en los cuentos y en algunas malas novelas); lo único que pudo hacer fue cruzar el umbral y hallarse ante una sala de espera (entonces sí se sintió desconcertada) iluminada por las barras iridiscentes que siempre usaban en los edificios gubernamentales. Había unas cuantas filas de asientos ocupados escasamente y algunas personas platicando de pie. La voltearon a ver con indiferencia y continuaron sus charlas, parecía que su llegada no sorprendía a nadie.

Se acercó a una anciana que estaba leyendo y la interrumpió diciendo tímidamente  - Disculpe, -  tragó saliva  - no sé por dónde empezar -  y volteó la señora sonriéndole muy amable mientras ella se tronaba los dedos  - pero... ¿dónde estamos?